Esperamos que este espacio de construcción colectiva de experiencias lectoras transformadoras sea de utilidad y disfrute para los lectores.

Hernández, Martín - Taller de Escritura



Por qué un taller de escritura

Los espacios dedicados a la producción e intercambio cultural suelen aparecer, por lo general, como respuesta a necesidades puntuales, individuales o colectivas. La experiencia que relataremos a continuación tiene como punto de partida  la escasa carga horaria asignada por la formación docente a la promoción, ejercicio y reflexión sobre de la escritura creativa. Consideramos que tanto para los docentes  como para los alumnos, resulta de fundamental importancia la participación en esta clase de espacios, tanto desde el punto de vista profesional como personal. Desde lo profesional, porque  permite establecer una relación activa con la escritura, a partir de procesos de producción y corrección, desde una dinámica amena y con cierto margen de libertad, todo lo cual puede trascender enriquecedoramente en nuestras prácticas específicas con nuestros actuales o futuros alumnos. Y desde el punto de vista humano, porque promueve un lugar para la expresión y el desarrollo creativo.
            En relación con la organización del Espacio, basándonos en la experiencia que muchos de nosotros ya teníamos gracias a la participación en diversos talleres literarios, y después de una extensa reflexión sobre las características que debía tener el espacio que deseábamos formar, llegamos a una serie de  conclusiones. En primer lugar, la cantidad de integrantes. Consideramos que para un trabajo óptimo, lo cual implica la atención recíproca e igualitaria sobre cada uno de los concurrentes, la lectura detenida de los diferentes textos, la organización de los espacios físicos y tiempos de los encuentros, es necesario y hasta indispensable que el grupo de trabajo no sea muy numeroso. Si se cuenta, como en nuestro caso, con escasez de tiempo para concretar las reuniones, la presencia de más de ocho  personas podría complicar la metodología, lo cual pudimos probar en los comienzos del proyecto. Esto no implicó que aquellos que se sintieron atraídos por la idea y desearon participar hayan sido dejados de lado. Con respecto a esto, agregamos que en la actualidad el Primer año de la carrera de Lengua está conformando un nuevo Espacio de Escritura, el cual cuenta con el apoyo y la orientación que, desde nuestra experiencia podemos darle.
Un aspecto importante  de todo taller es, sin lugar a dudas, la coordinación. En nuestro proyecto decidimos, en una primera instancia, prescindir de la figura del coordinador. Tener un coordinador implicaba que alguno se abstuviera de escribir, lo cual iba en contra de los objetivos que en un principio nos habíamos planteado. Debido a ello, sustituimos las funciones del coordinador por la participación de todos los concurrentes al espacio, quienes, democráticamente, decidíamos todas las dinámicas de trabajo, pautas de corrección y difusión. Gracias a esto, cada integrante asumió responsabilidades ante los otros y ante sí mismo. Pero luego, con el incremento de las actividades –establecimiento de consignas, difusión de los textos,  propuestas de lecturas, etc.- surgió la necesidad de establecer la figura del coordinador quien, no dejando de participar en las actividades de escritura, ni ocupando un lugar asimétrico en cuanto a al resto de los integrantes, estableciera algunas pautas de trabajo, lo cual redundó en el aprovechamiento del tiempo y la comunicación intergrupal.
No queremos dejar de mencionar que la calidez humana del grupo es una condición necesaria para el trabajo. Uno de los pilares del proyecto que intentamos llevar a cabo es, como dijimos más arriba, el desarrollo de tareas de producción y corrección desde un punto de vista distendido, sin las presiones ni los tiempos propios de la carrera. En todo taller de escritura, un clima abierto y plural, de respeto y compañerismo, se logra estableciendo como pauta fundamental la siguiente perspectiva: la crítica, cuestionamiento o comentario es siempre a los textos, no a las personas que los producen.   
En relación con la metodología de trabajo diremos que estuvo condicionada, desde un principio, por el factor tiempo. Ante la imposibilidad de realizar reuniones semanales, o, incluso, ante la dificultad para llevar a cabo una reunión demasiado extensa, es necesario que, al igual que en una clase escolar, cada momento sea usado de manera tal que genere la mayor productividad posible. Para ello, una grilla de actividades se torna necesaria. En el caso particular de nuestra experiencia, no utilizamos una grilla demasiado estricta, pero básicamente la dinámica general podría resumirse en el siguiente itinerario. La consigna inicial con la cual inauguramos el Espacio consistió en que cada miembro trajera un fragmento u obra que le resultase significativa. Ya en el encuentro, la charla se desarrolló en torno a los fundamentos de dichas elecciones, lo cual contribuyó al conocimiento mutuo de los integrantes del grupo, la explicitación de los diversos gustos e, incluso, la manera particular que tenía cada uno de considerar la literatura. Una vez finalizada esta sección, se definió conjuntamente la consigna de escritura para el próximo encuentro. Se estableció de común acuerdo la inconveniencia de realizar actividades de escritura durante los encuentros, más que nada, por limitaciones temporales. Al finalizar la reunión se discutieron las características de la consigna para el segundo encuentro, el cual comenzó con la lectura de cada texto y los comentarios y observaciones que el resto de los compañeros consideraran conveniente realizar. Dicha consigna podía surgir de los planteos hechos anteriormente, o de las dificultades o inquietudes comunes que se hubieran detectado. Para el siguiente encuentro, entonces, se debían traer los textos producidos y compartir entre los compañeros los detalles del proceso de producción: desde las sensaciones y dudas que hubieran surgido hasta aquellos elementos que hubieran facilitado o dificultado la tarea. De aquí en adelante, la dinámica del Espacio de Escritura sigue una lógica similar, es decir, al comienzo de cada encuentro se exponen los comentarios respectivos de cada texto leído, las posibles correcciones, etcétera. Luego, para finalizar, se plantean las consignas para el próximo encuentro.
Con el avance del proyecto descubrimos la conveniencia de poder leer los textos con anticipación al encuentro, a fin de poder realizar una lectura más detenida y detallada. Para esto, a medida que terminamos los textos –o bien algún borrador- los compartimos con el resto de los compañeros, vía correo electrónico.
Eventualmente realizamos consignas de lectura, las cuales consisten en la lectura de alguna obra literaria de autor reconocido o no, para intercambiar luego sensaciones y reflexiones.
La naturaleza de las consignas puede variar desde los aspectos formales –escritura de un poema, un cuento policial, un relato de extensión determinada, ausencia o presencia de determinado recurso literario, etc.-, temáticos, o bien una combinación de ambos. El criterio principal es variar las propuestas, con lo cual descubrimos que la escritura bajo condiciones preestablecidas puede ser ardua, pero a la vez un ejercicio siempre enriquecedor.
Para concluir, haremos mención al futuro de nuestro Espacio de Escritura. El énfasis principal, por supuesto, está enfocado en continuar firmemente con la producción. Más allá de las palabras y las ideas, lo que queda y lo que termina validando el esfuerzo conjunto son los resultados concretos. En este sentido, nuestra segunda preocupación se centra en la difusión de nuestro trabajo. Difusión que, a su vez, se divide en dos cuestiones puntuales. La primera es publicar un volumen con textos de nuestra autoría, producidos en el taller, seleccionados con algún criterio global que resulte del debate democrático de los integrantes. Para esto también resulta viable el envío de textos a distintos concursos literarios, lo cual, más allá de la posibilidad de que nuestros trabajos lleguen a ser impresos, estimula el ritmo de escritura. El segundo propósito es difundir nuestra metodología de trabajo. Dijimos en un principio, cuando hablábamos de la organización del Espacio de Escritura, que conviene a los fines del taller que la cantidad de integrantes no sea muy numerosa. Pues bien, hay mucha gente interesada en formar parte de este proyecto. Para ellos, organizaremos una serie de tutorías con vistas a que cada grupo pueda manejarse de manera autónoma en un espacio propio, de acuerdo con sus inquietudes y necesidades específicas.









Breve selección de textos

Consigna:
Escritura de un cuento policial, extensión libre.


Ecuaciones
Esto es como una ecuación nene”,  le dijo el comisario mientras iba en camino al lugar de los hechos. “Vos tenés varios números, tenés una incógnita, todo está ahí, tenés que despejar la X y listo. ¿Sabés algo de ecuaciones, nene?” Hernández consideró al comisario con nuevos ojos, sorprendido, sin duda, por el descubrimiento de una pasión secreta en su jefe. Hacía casi un año que había egresado de la academia, pero para el comisario no dejaba de ser “el nene”.
            “¿Qué tenemos acá?” preguntó el comisario al arribar, como a la media hora. El oficial que había llegado primero le refirió los datos: “la víctima estaba cerrando su agencia de quiniela, alguien entró a robarle y se resistió. El malviviente lo golpeó con la culata de una pistola u otro elemento contundente en reiteradas ocasiones, provocándole heridas mortales en la cabeza y se dio a la fuga, sin llevarse el dinero.” El nene Hernández dirigió su mirada hacia el sector que, con una breve inclinación de cabeza, había señalado el comisario. Ahí pudo ver al agenciero, tirado, cabeza rota, charco de sangre que, después de fluir agónicamente,  se había detenido sobre los mosaicos gastados del suelo, manchas difíciles de sacar. “Te lo digo siempre nene, es como una ecuación, todo está acá, hay que sacar la incógnita nomás.” Hernández siguió mirando, buscando los números necesarios para resolver esta suerte de ejercicio matemático que le proponía el comisario. En lo más íntimo de su persona le costaba reconocer que admiraba a ese hombre hosco y gritón, y quería demostrarle de lo que era capaz, que podría encontrar la incógnita y ganar el juego. Ganar el juego, pensó, un muerto, la sangre salpicada en la pared, y pienso en un juego, la agonía lerda de un tipo que no quiere morirse y para mi es un juego, qué lo parió.
            “¿Estás pensando en alguna pendeja nene? Vení acá a mirar, que esto no se aprende en la escuela”. El nene Hernández se acercó al comisario y éste le mostró una gorra de lana que estaba tirada en el piso. “Pasaste por adelante y no la viste, nene, ¿dónde tenés la cabeza? A ver, alcanzámela.” El comisario tomó entre sus manos la gorra que le alcanzó el agente y al darla vuelta miró en su interior. “¿Ves eso?” “Sí”, respondió Hernández, observando un mechón de pelos que estaba enredado entre la lana negra, “el tipo, la incógnita, tiene pelo rubio. El agenciero se la arrancó mientras forcejeaba para defenderse, antes de que el delincuente le reventara la cabeza” musitó. La sangre salpicada en las paredes, hermanada trágicamente con la pintura, manchas difíciles de sacar, habría que refregar mucho, imaginándose que esas manchas eran el producto de la travesura de algún nene, no la cifra de la desdicha de un hombre. “Hay que buscar al rubio ahora. Yo me voy a la comisaría, avisame si encontrás algo más, preguntá a los vecinos, conseguí más datos”, dijo el comisario.
            “¿Te diste cuenta? Es una agencia trucha” le comentó a Hernández uno de sus compañeros. Este se piensa que ser nuevo es lo mismo que ser pelotudo, como si una panza de amplias dimensiones fuera vital para una un mejor entendimiento. “Sí viejo, no hay demasiado para buscar acá. Me parece que va a ser mejor que nos vayamos.” “Yo me voy”, dijo el compañero, “pero el comisario ordenó que te quedes”. Hernández se mordió los labios sin que el otro se diera cuenta. “Chau nene, no te duermas eh. En unas horas te llega el reemplazo”.
            Una vez que se llevaron el cuerpo del agenciero, se quedó solo. En un principio el silencio le sentó bien. Llegaba por fin el momento de la calma después del agite usual de este tipo de casos: vecinos curiosos, periodistas, órdenes consecutivas que se contradecían entre sí. Nene, ¿no viste esto, no viste aquello? En la escuela no enseñan estas cosas. Qué manga de forros. Esto es obvio: desacreditar al nuevo para usarlo. Y ahora soy yo el que se queda, sangre por todos lados, sangre que no tendría que impresionarme, pero me impresiona, frente a mí las mismas imágenes que, para el pobre viejo que acaba de morir, fueron las últimas. Puta madre. ¿Qué cambiaría en el mundo si me mato? El caño en la boca, un solo esfuerzo final...
            Como en otras ocasiones, cuando el pensamiento le empezó tejer una trama oscura se obligó a ocuparse en algo. En el breve recinto había menos distracciones de las que hubiera deseado, pero pronto halló un pasatiempo, comparando las planillas de las jugadas del día con los resultados aparecidos en el diario. Encontró dos o tres apuestas ganadoras agazapadas entre las columnas de números, y se rió al imaginarse las caras de los tipos que vendrían por la mañana a cobrar las escasas monedas de la recompensa. “Este no se va a quejar”, pensó, tomando un papel del suelo, “el agenciero se quedó con su  boleta”. Se guardó el papel en el bolsillo y se puso a pensar en el relevo, que llegaría en un par de horas, en ecuaciones, en la sangre. Sobre todo en la sangre.

***
            “Cayó el rubio”, fue la primera noticia que recibió Hernández, al día siguiente, al entrar en la comisaría. “¿Viste nene? Una ecuación. El tipo muerto, la gorra con pelos, y la incógnita, acá está, ¿querés verlo? Parece un pendejo, pero ya es mayor.”
            Cuando doblaron el recodo del pasillo hacia el sector del calabozo, Hernández comenzó a escuchar los gritos. “Vega le está dando un poco de educación, no pasa nada”, comentó el comisario. La macana contra la carne amoratada, una y otra vez, extremidades que se quedan temblando por el  dolor, sudor frío en la frente. “Gracias comisario, pero prefiero no mirar”, esbozó Hernández, sin pensar, por un segundo, que eso no ayudaría al futuro de su trabajo. “…abogado…” llegó a escuchar que decía la desgarrada voz desde el calabozo. “¿Me parece a mí o vos te estás amariconando? Tenés que salir más a la calle nene, tanta oficina te está haciendo mal. Andá a ver a este tipo, te tiene que dar algo para mi —le pasó un papel con una dirección— llevate mi móvil, López salió con la camioneta”

            Hernández llegó al lugar indicado por el comisario, un kiosko rudimentario apostado en la puerta de una villa. Hizo sonar la sirena y se quedó en el móvil. Alguien le hizo señas por la ventana para que esperara. Apagó el motor y se puso a mirar ese paisaje que nunca terminaba de asimilar por completo. Aburrido, abrió la guantera, para ver si había algo para leer, y se encontró con una pila de bollitos de papel. Abrió uno. Era una apuesta. Se puso a revisarlos todos, y comprobó que el jugador estaba obstinado con los mismos números, que, de pronto, reconoció mortalmente familiares. Sacó la boleta que se había llevado de la agencia y la puso al lado de una de las que había en la guantera. Es como una ecuación.  La apuesta que tenía en el bolsillo: 4.8.15.16.23.42. Por un lado los números, los conocidos. La boleta nueva: 4.8.15.16.23.42. Despejamos la incógnita, y tenemos el resultado. “Hijo de mil putas” murmuró Hernández, sin darse cuenta que dos personas se habían acercado al auto.
            Uno se llevó un handy a la boca y exclamó: “ya se dio cuenta”. Detrás de la estática, una voz que Hernández conocía muy bien resolvió: “entonces procedan”.
           
***
            El estampido de la bala no sobresaltó a nadie en las casas cercanas. Estos sonidos, sumados al grito de los niños, el ulular de los perros, los bocinazos provenientes de la autopista próxima, ya formaban parte del usual, y triste, telón sonoro del barrio.
             
Germán Berzi
             
            Doce años

En el año 42 de 1900, en la ciudad de San Antonio de Padua, al oeste del Gran Buenos Aires, a los 7 días del mes de noviembre nacía Juan Carlos Urdampilleta. Contaba la jefa de enfermería y única enfermera del hospital municipal Pedro Chutro, Lidia Muñoz, que “el tano Urdamplilleta” abandono el vientre de Josefina Morabia, su madre, con la suavidad y justeza de una lagrima soltada de un ojo con rimel; negra. A los doce años de edad, Juancito vivía solo con su madre en el cruce de las calles Alberdi y Lisandro de la Torre. Su padre, el Cabo Urdampilleta, conocido en la fuerza como “el negro hijo de puta”, debía el honor de ese apodo a una inacabada brutalidad que el paso de los años había acrecentado a fuerza de dos vinos de corcho diarios, y a la falta de sexo convencional debido a una bala que en un tiroteo habitual produjo una operación destesticular. El cabo era un hombre feo; aun siendo petizo su espalda era muy larga en forma vertical; su panza, dura y corta, había tomado la inédita forma de un testículo seccionado a la mitad. Sus manos eran grandes, oscuras y calludas. De los hombros hacia el cielo -acaso la descripción mas intolerable- crecía un cuello flaco y desganado de nuez pronunciada cuya función principal era sostener una hedionda cabecita de paloma que había quedado un poco perdida allá arriba, lejos. Los días violentos del cabo devenido en “negro hijo de puta” eran alcohólicamente monótonos. Se levantaba pasada las 6:00 a.m. (se acostaba vestido de uniforme policíaco), habría un ojo (contaba en su cabecita hasta 42) y se paraba bruscamente enojado. Su primera y única palabra, salvo contadas ocasiones, era  “mate”. Josefa (Josefina Morabia) antes de abrir un ojo, ya estaba en pie. Tomaba una pava plateada extremadamente grande que el pequeño Carlos llamaba “la pavota”, la calentaba con agua extraída de una palangana naranja que solía cargarse un lunes y seguir con la misma carga hasta el siguiente lunes. El cabo Urdamplilleta se paraba en el umbral de la descolorida habitación y cruzado de brazos observaba con morbosa tenacidad los movimientos de su señora esposa; el clima se llenaba de tensión. Vista de afuera, la escena era por demás bizarra. Habrá que mencionar que Josefa era una mujer innegablemente hermosa. Su padre Francisco Morabia no tenia demasiada lucidez, ni sentido común, mucho menos sensibilidad para percibir el  arte; su padre era lo que yo denomino “media tumba”. Razón por la cual del matrimonio de su hija solo recordaría el pechito de cerdo mal cocido, aunque sabroso, y la lejana porción de torta de crema. Esa niña rozada de rodillas raspadas tuvo una adolescencia que contó, entre otras cosas, con clases particulares de piano y tres años de ballet. Concluyó su crecimiento, y en lugar de terminar sus estudios universitarios- desde ya, primero debía empezarlos- se limitó a la infelicidad.
    La relación entre el cabo y Juancito no era muy ordinaria. Un 7 de noviembre de 1954 ocurrió algo significativo. Cuando el padre llegó a la casa y dio un abrazo a su hijo, Juancito pensó que algo iba a ocurrir. Lo subió al auto, arrancó la patrulla y lo conversó todo el viaje. El “tano Urdamplilleta” aunque aún era un niño gozaba del pensamiento profundo y de la seguridad propia de un hombre de campo que, aun siendo pobre, es grande en su casa, en la intimidad de su mirada. Supo lo que debía hacer. Pensó que si había una ocasión para matar a su padre esa seria inmejorable. El cabo detuvo el vehículo en la avenida Rivadavia y Ayacucho, se alejó unos pasos, conversó con una mujer alta y rubia, y se rió grotescamente. Juancito pensó que en ese momento solo quería estar en  su casa con la satisfacción de haber matado a aquel hombre. El cabo se acerco al vehículo sonriendo, miró fijamente al tano, dio media vuelta y se marchó para siempre. La misteriosa suerte de los hombres que viven sin poesía condujo al cabo a continuar con vida. En el año 1992 Juan Carlos Urdamplilleta llegó a ser cabo de la policía bonaerense con la firme idea de que existe maldad en un corazón de 12 años.
Facundo Meza



El otro como yo
“…y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.”
Jorge Luis Borges, Hombre de la esquina rosada

El disparo es contundente.

            -¡Hijos de puta! ¡¡Hijos de puta!!- tras este último estira el grito hasta que su garganta se estremece en un ruido carrasposo.
            La mañana se anuncia en la claridad. Hace ya largas horas que intenta dormir y el culo empieza a dolerle sobre el piso húmedo, frío. Tras una pitada el humo vuelve a salir de sus pulmones, siente ardor. Son dos sobre la vereda.
            -Son unos putos, loco, ya está… otra vez lo mismo, si no fueras tan pelotudo tendríamos la guita… te sentaste en un charco de meo… salí, no te acerqués… que roscazo te voy a dar… tenés una baranda… - Se levanta con lentitud y su espalda forma un arco punzante, apoya la mano sobre su cadera y siente un partir de huesos al enderezarse. – Ya teníamos la guita, y vos tendrías que haberte avispado, no te puedo estar atrás todo el tiempo. Arrancamos a los tiros y ¡pa! ¡pa!, te colgaste, decí que te saqué guachín… - vuelve a encorvarse, se mueve con gestos simiescos, gira alrededor de su compañero tendido, grita y se agota, luego vuelve a gritar…- los tenía ahí, eh… - con su dedo simula un arma de fuego y apunta cerrando su ojo izquierdo -¡pum! ¡pum! …doblamos en la esquina… tiraron pero son re giles… -ahora apunta con ambas manos -  yo los tenía en la mira… me les re planté… zafaste de la lancha por mi, vos sos un gato… quedabas re pegado… - se sienta.
-Che balín, no es para tanto...- ve como empieza a mezclarse con el líquido del charco, por debajo de las piernas del silencioso, otro oscuro.- Está bien que ya estaríamos astillando, pero ya fue... rescatate pibe… ¡hey! - fuma - …fumá, dale gato…- extiende su brazo y se le resbala el tubo de aluminio, lo recoge de prisa. – Ves que estás zarpado en gil.
Se descalza y se quita las medias - ¡¿Qué mirás gato?! ¡Caminá! – el hombre se cruza de vereda – éste está zarpado en gil, como vos. – Raspa con los dedos la costra blanca que se le forma sobre la amarillenta y larga uña que permanecía oculta bajo las zapatillas. Estira la pierna hasta su rostro y se huele entre los dedos del pie. –Se me partió la uña el otro día, jugando al fútbol... que baranda… ¡hey! ¡despertate! – sacude a su compañero, le levanta la cabeza y ve bajo la maraña de pelos sangre brotar de su boca. Lo empuja y cae de lado. Le descubre el torso y un breve punto, como una moneda, oscuro y circular le crispa la médula dibujándose en el abdomen de su compañero tendido. Con presión, luego de unos instantes, el jugo rojo comienza su juego saltarín y el chorro, incesante, se eleva unos cuantos centímetros y salpica y lo mancha todo. Todo se apaga cuando deja de brotar. Revisa su bolsita, todavía pesa algo la pasta en su interior.

Pasaban de las nueve, la oscuridad se metía en los rincones sucios, doblando a la esquina estaban esperando. Esos eran sus rincones, los del no ver del hombre que pasaba mirando su reloj, la mujer de la bolsa de compras, los que ni el perro huesudo tirado unos metros delante veía.
Pasaban más que pasadas las nueve, el humo dejaba de volar sobre sus siluetas y caminaron, les escondían los rostros dos trapos viejos. Los pocos transeúntes se les apartaron al enfrentarlos, la noche era suya.  Se detuvieron en el mercado.
Las cosas se sucedieron. Gritos e insultos. Llantos y gritos de los espectadores. Silencio frente a los revólveres. Un golpe en la ceja del empleado de seguridad, varios empujones, una patada al empleado de seguridad ahora en el suelo. Gritos y demandas.
Juan Ignacio, Nachito para su mamá, dudó. Mientras su acompañante desmedido se abalanzaba sobre la caja de la izquierda él permanecía inmóvil. Mientras el otro como él forcejeaba con la cajera y la golpeaba con la culata, en el otro flanco, en la caja de la derecha, su destino fijado, la empleada permanecía inmóvil. -¡Movete gil!- escuchó con sus oídos lejanos. Se sentía fuera. Le temblaban las piernas y ya no temblaron. El otro se acercó y lo tironeó del brazo. –Apurate, dale.- pero no entendió esa orden, ni los ojos inquietos bajo la gorra.
Llegaron gritos más fuertes, desde la puerta. -¡Quedate quieto!-, el entorno volvió, reconoció esas palabras entre otros insultos. Dispararon primero, luego corrieron los dos, tomaron a una mujer del brazo y corrieron. Disparos. Tensión. Se le erizó la piel, y lo sintió claramente, como las sensaciones de los sueños que parecen estar dispuestas para ser sentidas. Durante la huida sus piernas se acaloraron. Advirtió los productos destruyéndose a sus costados, una lata de tomate estalló y el jugo  cayó junto a su pie, los fideos se desparramaron delante, un atún enlatado se desmembraba y caía. La mujer tropezó. Ansiedad y ahogo. La puerta trasera parecía cerca. Gritos y llantos.
Una vez en la calle trasera todo pareció más fácil. Se permitió tener miedo. Escalaron con facilidad el alambre tejido, después desapareció del contexto nuevamente, siguió a su compañero con su instinto y reflejos. Pasadas unas cuantas calles olvidó por qué corría. Cuando el otro detuvo el paso se paró a su lado y consideró absurdo el ejercicio. Sonrió, no supo por qué. Empezó a reír. Notó que lo estaba molestando y persistió, más risa le causaba. Lo vio venir, la ira en su brazo, en todo el cuerpo.

El disparo es contundente, casi no se ve el agujero entre las capas de tela. Juan Ignacio camina hacia atrás, todo vuelve a dibujarse, pero ya no es tal la claridad, se deja caer contra la pared. Su compañero, el otro como él, tira el arma en la zanja y se sienta a su lado. Saca una bolsa de su bolsillo. Juan no lo mira, pero reconoce el proceso, estira la mano reclamando una parte. El otro sí lo mira unos instantes, con la pupila fija, golpea su brazo y se vuelve hacia el otro lado.

Damián Benítez Presentado


Consigna:
Escritura de un relato de una sola oración, tema libre.

El roce de los cuerpos
Se deslizó por el río, se dejo caer con la mañana que apenas ensombrecía la espesura con sus nubarrones lejanos, hizo una mueca de supuesta simpleza, un gesto sutil, mínimo, que sin duda algunos interpretamos como pudimos, y del que otros ni siquiera se dieron por enterados, pero aún así discutieron porque consideraban que era bastante triste que se presentara en esos términos, agotado, arrastrado, sujeto a la penosa situación de querer formar parte del afluente y, a la vez, querer fluir con nosotros a un lado y al otro de la costa, junto a las demás barcazas que ahora, pensándolo bien, en ese momento parecían un montoncito de hormiguitas flotando que iban muriendo lento, sin mayores privilegios que nosotros que también yacíamos atrapados por la corriente que bajaba desde la montaña hacía tanto tiempo y que al menos hasta hoy, se ha vuelto innumerable, pero presente, haciéndose carne, tierra, hambre, al igual que esos rayones que han quedado en la presunción de nuestra historia, como amplias tachaduras, borrones que se han hecho con el codo en alguna de las contiendas en las que imaginábamos que teníamos voz, pero que luego, cuando volvíamos satisfechos a nuestras actividades, se resolvían en la misma confusión con la que se presentaba esa balsa ante nosotros, entre tanto dolor todavía latente, queriendo desafiar lo natural de lo que día a día afrontábamos para poder nadar porque, ya nuestras embarcaciones no nos servían, ni nos sirven; tan sólo nos sirve nuestro cuerpo, nuestro pequeño, diminuto, frágil y único cuerpo que ha aprendido con el tiempo a unirse, abrazarse y desplazarse sin dificultad por la multitud con los otros cuerpos; los miles, los infinitos con los que va chocando en alguna cascada nueva que va apareciendo mientras que, boca arriba, mirando el claroscuro del cielo, las hojitas de los árboles, los pájaros que pasan y se pierden detrás de alguna figura difusa, sentimos el roce de los otros y pensamos en el que viene ahí, al lado, con su sonrisa, su tristeza, su sombrero puesto, o tal vez despojado, sin ropas, sin saber a dónde irá ni con quién, o si al menos se preguntará, como me he preguntado antes, si todos los cuerpos no somos más cada una de las gotas del río que forma, ahora que ya voy llegando a donde dijeron los ancianos que llegaríamos, un cauce cada vez más pequeño, diminuto, mínimo, y veo la balsa, al girar levemente la cabeza, alejándose cada vez más, y acaricio una mano amiga que ha venido solitaria para no soltarme, por lo menos, hasta que llegué el fin de este nadar, andar, sin otra brújula que el roce de los cuerpos, en el río secreto del que no podré volver ni descifrar su enigma.        
Claudio Gómez

Una oración para ella al otro lado
Le comenté recién al oficial que yo la vi bordeando la escalera cuando estaba a punto de caerse y un brazo inmenso la amenazó con un cuchillo, a ella que siempre fue muy hermosa y se paseaba por el jardín de su casa en ropa interior los días de sol y calor, cuando el pasto es más verde, y yo la veía bambolearse y sumergirse en la pileta que tienen en el fondo, a la que algún fin de semana he sido invitado sin imaginar, nadie dudará de mi inocencia porque cómo iba yo a imaginarme que una noche como cualquiera, como ésta, ella acabaría tendida empujada por el brazo de un hombre, gritando y pataleando, con su piel suave magullada por los escalones cuesta abajo y yo con toda la culpa de no haberle advertido que ese hombre que desde hace unos meses vive en su casa y se paseaba con el perro, al que mató, porque a mí no me quedan dudas, por más que la consolara y se haya encargado de cavar en el fondo la tumba para el animal, él sabía que el perro acabaría por ser un obstáculo cuando pusiese en marcha su plan maquiavélico y luego de una noche de pasión, como tantas, y mire si las tenían, yo los oía desde un rincón de mi patio que da al cuarto en el que ellos lo hacían, al que entraba el perro y él lo espantaba con gritos amenazantes, tanto maltrato para acabar matándolo, porque el perro la quería a ella y la defendía hasta las últimas consecuencias y ahora mire donde estamos, le estoy contando que por la ventana empañada pude verla caerse y una mujer con su estado no se cae porque sí nada más, con sus piernas que yo conocía tal y como conocía todo su cuerpo firme, si hubiera visto cómo se mezclaba entre sus pliegues curvos la bikini amarilla entendería de lo que estoy hablando cuando le digo que yo escuché unos ruidos raros y salí a tratar de descubrir cuál era el problema, como haría cualquier ciudadano que supiera que ellos transpiraban juntos, pero nada más; él no la amaba, ella siempre tuvo un pasar económico envidiable y estuvo a la merced de un buscavidas que pretendió ser gentil y amable escudándose en sus blancos y brillantes dientes hasta conseguir que un ángel, con toda su inocencia, accediese a otorgarle su vida en matrimonio para así, finalmente, acabar por quedarse con todo lo que ella poseía en un empujón cruel y certero que no pude ver claramente porque salí después de escuchar los ruidos y si ahora usted me dice que está bien, y que no tiene nada, y me pregunta qué hago trepado a su cerco le comento, oficial, que temí lo peor, porque a esta hora ellos suelen irse a dormir después de haberse revolcado y me llamó la atención oír ruidos, pero le pido disculpas, y al señor y a la señora, no los voy a volver a molestar de noche y sí, como usted dice, no va a ser necesario que llamen a la policía la próxima vez.
Damián Benítez Presentado


Madre hay una sola...

Vos me decís siempre lo mismo, pero yo no puedo decirle nada a mi hijo, pobrecito,  si vuelve cansadísimo del trabajo y encima tiene que ir a buscar a los chicos a la casa de la madre, prepararles la cena, hacer que se bañen y que se acuesten, después lavar los platos - porque quiere hacer todo él sólo - entonces lava todo lo que queda en la mesada junto con los vasos y los cubiertos y después tiene que seguir trabajando porque como no le alcanza la plata tiene dos trabajos y trae cosas para hacer - que las hace a la noche cuando los chicos duermen -  y por eso no puedo decirle nada porque si encima de todo, vengo yo y le cuento que los chicos me rompieron con la pelota las dos únicas plantas que tengo en el fondo, más el vidrio de la ventana del costado y además – porque estoy segura de que fueron ellos – porque me lo hacen a propósito, no me vas a decir que no me lo hacen a propósito,  porque sí es a propósito, porque a nadie se le baja solo el volumen del teléfono – con razón hacía dos días que no me llamaba nadie y yo decía que raro que el teléfono no suene – pero que me voy a imaginar que van a ser ellos, a mí no me lo saca nadie de la cabeza y si lo pienso más, seguro que fue el chiquito, porque el chiquito así como lo ves con cara de angelito y de yo no fui, es la piel de Judas y no te exagero, no, no te exagero porque ya me lo han hecho otras veces; como cuando me volví loca buscando la llave del fondo, la que tiene el llaverito con el barquito azul y rojo, que trajimos de recuerdo de Mar del Plata, el verano que fuimos con mi marido y los chicos, hace como diez años, más o menos – porque yo cuido las cosas como oro, a mí me pueden durar las cosas eternamente – y el llaverito, viejito y todo como estaba, me gustaba y vivía colgado al lado de la puerta, es decir, antes de que llegara mi hijo con los chicos, (y no es que no esté contenta eh, no nada de eso), pero antes mi casa era una paz y una tranquilidad, porque yo me levantaba a oscuras para ir al baño o a la cocina para tomar la pastilla – es que cada uno conoce su casa de memoria – pero no, ahora no,  ahora tengo que prender la luz y fijarme que el nene no haya dejado tirado por el camino alguno de sus calzados, de esos que usa, así, enormes, calculo que un cuarenta y cinco más o menos, imaginate (el de veinte digo, no el chiquito que apenas tiene cinco),  entonces como te iba diciendo, lo del llaverito sí, me volví loca buscándolo por cielo y tierra, preguntaba y preguntaba, hasta que lo encontré escondido adentro de la cafetera, y yo seguía preguntando y se miraban entre ellos y se reían por lo bajo, entonces, como nadie dijo nada, agarré y me escondí la llave, haciéndome yo también la tonta, entonces, el padre – que los apaña porque no podés decirles nada a los nenes – tuvo que hacer venir a un cerrajero y sacar una copia de la llave y por supuesto tuvo que pagarla él; pero no creas que ahí termina todo,  porque resulta que el otro día me cansé, sí me cansé, exploté, me saqué completamente - por causa de una tontería vos dirás - pero que me colmó la paciencia, estaba sacadísima,  (porque yo cuido las cosas), y llego y el nene con todas las zapatillas llenas de barro – los dos pies apoyados arriba de la silla de la cocina – ni te imaginás, cómo me puse de furiosa, entonces le dije que bajara los pies porque cuando rompieran la silla, yo no iba a gastar plata para comprar otra, a lo que me contestó el mocoso maleducado que si se rompía, traía alguna otra del comedor y listo, como si nada, porque no valoran nada, nada, hoy piden una cosa y la tienen, mañana se cansan y piden otra y la tienen todo, todo, servido y no saben valorar nada – no es como cuando yo era chica que todo te costaba una fortuna y como nosotros éramos ocho hermanos, teníamos que compartir lo poco que tenía papá y así te enseñaban a guardar, a cuidar – ahora no, no les importa nada, le piden al padre caca y la tienen, con moño y todo y no es así, así no, pobre mi hijito también, qué va a hacer, la culpa no la tiene él, pobre, porque él sale a la calle a trabajar a  traer la plata, él hace lo que puede, se encarga de todo cuando los trae y yo lo veo, siempre atento a los pedidos de los hijo – que si quieren comer carne u otra cosa y así – eso lo aprendió del padre, porque mi marido era así, todo cuidadoso, pero lo otro, el mal carácter que tiene ahora y cómo me trata delante de los chicos, eso no lo aprendió de mí, ni del padre (porque cuando se casó seguía siendo así, dulce, tierno), pero ahora no, ahora está como resentido con la vida, conmigo, enojado y no sé por qué, si yo no me meto para nada, si cuando llegan, me encierro en mi pieza para no molestar, es que creo que a mí me lo cambiaron, no – mejor dicho, no creo, estoy segura – a mí me lo cambiaron a Carlitos.
                                                                                     Viviana Bogado



Consigna:
Escritura de un texto cuyo tema sea “la infancia”, formato y extensión libres. Se toma como disparador, el siguiente texto de Mijail Bajtin:

Niño desordenado. Cada piedra que se encuentra, cada flor arrancada y cada mariposa capturada son ya, para él, el inicio de una colección, y todo cuanto posee constituye una colección sola y única. En él revela esta pasión su verdadero rostro, esa severa mirada india que sigue ardiendo en los anticuarios, investigadores y bibliófilos, solo que con un brillo turbio y maniático. No bien ha entrado en la vida, es ya un cazador. Da caza a los espíritus cuyo rostro husmea en las cosas; entre espíritus y cosas se le van los años en los que su campo visual queda libre de seres humanos. Le ocurre como en los sueños: no conoce nada duradero, todo le sucede, según él, le sobrevive, le sorprende. Sus años de nomadismo son horas en la selva del sueño. De allí arrastra la presa hasta su casa para limpiarla, conservarla, desencantarla.





Infancia III


Cielo
Boca
Todo
Olores
Perfumes
                         Brazos abiertos      Sabores     abiertos brazos
Cielos
olores
 Mar
miedo
dolores
sueños
Sonidos
Silencios
rencores
Muertes
 Amigos
Amores
Ya    no
Ya    no
Ya    no
Ya    no
Ya    no



Alejandra Fabre


Matriz

Abre los ojos al sentir el eco de la puerta con la partida del padre. Se incorpora, baja sus pies de la cama: pies pequeños que descubren el frío del suelo que le dibuja un camino breve hacia la cama grande. Ahora sola, inmensa, lo invita a habitarla: entreabre apenas las colchas y se desliza en su interior, acaso todavía tibio. Sube las mantas por encima de su cabeza, cierra los ojos y respira. El susurro del aire entrando y saliendo se confunde a veces con los pasos de su madre allá afuera que restablecen los objetos. Pero este aire lento, pesado, se hace figura; va desplazando todos los otros sonidos. Por un momento, la falta de oxígeno parece impelerlo hacia fuera, hasta que un fino cordel de aire comienza a bastarle para volver a sentir su cuerpo de plano contra el colchón. Ya está allí y el aire sale y entra trayendo el aliento denso de unos cuerpos tan cercanos, tan suyos. Se queda así, sabiéndose recóndito. Cuando el oxígeno vuelve a faltar puede levantar la cabeza o una de sus piernas para que un aire nuevo le acaricie el cuerpo como un baño refrescante, hasta que otra vez las sábanas descienden interminablemente sobre su cuerpo. Entonces comienza a girar lenta, pausadamente sobre su centro: como las agujas de un reloj que tensa otra vez su mecanismo, que se sumerge en el tiempo; gira y gira sabiendo que ya no sabe cuál es la cabecera o los pies de la cama. Deshallazgo feliz, extravío que le abre las puertas del más grande de los mundos. Ahora, sin Otro, sin afuera, al roce suave de las sábanas sobre su rostro, se adentra como un submarino en la oscuridad: molusco lento. Avanza imperceptible como el tallo, como la hierba al compás de un latido nacido en las entrañas. Intuye que si algo interrumpe su avance, no es más que el pasaje hacia otra profundidad, más oscura y silenciosa que le regala una frescura siempre cálida, siempre cierta como el vislumbre de un misterio.
         De repente, la Voz que lo llama. Deja caer una palabra que hace una huella concéntrica en el espejo del agua. Luego otra, y otra, y una fisura se extiende en el fondo del cauce que se vacía dejando al descubierto sus secretos, dejándolo aturdido de existencia. Entonces una inspiración definitiva y la mañana conquista sus ojos. Y ve su rostro, y ve sus manos que sostienen la leche.

                                     Martín Hernández



Consigna:
Escritura de un poema, tema y formato libres.


Irme sería una feliz ausencia

¿Qué estoy haciendo?
¿No me voy?
Irme sería una feliz ausencia
que duraría poco y se desvanecería
entre los ojos llorosos de la noche.
Cae el pequeño mundo,
caen los soles,
la luna,
el río de montañas que fluían y ya no fluyen.
Cae el mundo,
pierdo la visión durante la noche espesa
de recuerdos dormidos despertando.

Claudio Gómez








Malecón vacío

Aparece  cuando quiere,
se va sin decir adiós
deja su espina clavada,
latente, vil, amarrada,
potente, ruin, acertada,
con malicia exagerada,
pretenciosa, apasionada,
con repulsa humillación.

Pena: supurante  llaga,
líbrame de este querer
no ves que muero de ausencia,
padezco y pido clemencia,
se desgarra mi inocencia,
pido a gritos su presencia,
me delata mi imprudencia.
Amante ¿sin pretensión?

Viviana Bogado


   


Romance del desvelao
     De noche a noche acontece
que dentra el insomnio a tallar;
en la quietú de un silencio,
que nadie se atreve a mellar,
    se agita el alma del gaucho;
la sangre parece cantar,
por lo bajo, como invitando
a mi pingo a galopiar.
    Cuando mezquina el descanso
al gaucho, el ánimo inquieto,
no hay palenque ni tiento
para tenerlo sujeto.
    En una noche de esas
salí con el flete a cruzar,
meta rebenque y espuela,
campo, pradera y fangal;
    un proyeto sin igual,
no sé cómo entoavía,
rumiaba bajo el chambergo:
pensaba que yo podía
    reunir a la vieja Uropa                  
con la naciente Argentina,
amancebando a Vizcacha
con la vieja Celestina.
  
     Sofrené el sotreta ahí nomás
para liarme un tabaco;
si una intención se me cruza,
soy mula vieja y me empaco.
    Le eché unos tacos al frasco
y mascullé por lo bajo
de qué manera podría
encarar aquél trabajo.
    Malicié mejor sería,
tocar al Viejo borracho,
no se me mandara a mudar
o lo encontrara en el tacho.
    Yo sé que muchos dirán
que estos son cuentos de vago,
que por falta de trabajo,
o mucha caña divago,
    Mas a esos eséticos
ni los miro de costao;
ellos chupaban la teta,
y yo volaba sentao.
  
     Le di parejo pal norte,
allá tapera tenía
el Viejo chúcaro y loco:
nomás llegar la jauría
    me vino a querer garroniar:
mandinga, Dios o María,
que este paisano no juera
lerdo e’ rebenque y hombría,
    quisieron desde aquel día
que parió la madre mía;
ni abrieron el hocico,
los barajé con tal ira
    que el viejo se despertó
a mi sola voz de ¡juira!
No siempre el susto la curda
a un paisano le quita;
    el Viejo estaba pasao
y retobao me grita:
“¿’ta quién carajo molesta?
¿no ven que el gallo no chilla?”
    “sosegá Viejo”- le dije-,
“que viá traerte una china,
buena moza, linda e’ carnes,
compañera y calladita.”
    Y ahí como que el viejo
trató e’ pararse derecho,
carraspeó y abrió los ojos,
y largó medio a despecho:
    “¿y quién sos vos abombao?
un literato, sospecho.”
“no entremos en detalles,
la parca te anda al acecho.
    Es hora e’ sentar cabeza:
ya no sos más que un requecho;
no más sonsera que enredar
la paja y el trigo has hecho.”
     Y sin esperar respuesta
salí al galope tendido,
sabedor de que sin duda
al Viejo había convencido.
   
    No voy a entrar en detalles
de todo lo que costó
llegarme a lo de la Vieja;
sólo pido creanló.
     Lo menos siete caballos
estropié en la junción;
ningún paisano sabía
de la Vieja hacer relación:
    que Castilla, que León
que La Mancha e´ lo parió:
aquello jue más difícil
que verle la cara a Dió.
    Pero otra vez el destino
que no me rindiera quiso;
en una pulpería alguien dijo:
la Vieja está haciendo guiso.”
    Pregunté quién era esa
“una alcahueta”, me dijo,
el guiso ha de ser la olla
-pensé- ande hace el hechizo.
    Pagué la vuelta y salí
ni lerdo ni perezoso,
siguiendo el vaho del puchero,
y me arrimé cauteloso.
    Toqué a la puerta tres veces
y abrió la Vieja en persona:
del aspecto no viá hablar;
otro cantar lo menciona.
     “Buenas y santas” le dije,
“capaz que sea inoportuno,
arrimarme hasta su rancho,
en luengo viaje  montuno”.
    La Vieja ni abría la boca
y me miraba de reojo,
“tengo para presentarle
a un viejo nada flojo.
    No es bueno pal´ ser humano
llegar solitario a viejo,
sin palenque ande rascarse
ni yunta pa´ dar  parejo”.
    “De lejos se nota mozo
que poco sabés del mundo,
ni menos de sus deleytes:
¡aína seguí tu rumbo!
    No curo de lo que dizes,
el buey solo bien se lame:
¡largate de acá putico,
antes que al diablo te largue!”
    “Es que usté no tiene idea:
 Vizcacha es muy buen mozo,
más arrojado que Colón,
y que el Cid más famoso”.
    “Decís vos que tanta fama
tiene, aunque no lo cognosco,
en la vida lo oí nombrar,
por más valiente y fermoso”.
    “Será de envidia nomás
que por aquí no lo nombran:
tiene tan grandes virtudes
que toda china lo adora”.
    “Si de tan lejos las mozas
lo buscan al agraciado,
menester es que lo vea,
si es cierto que es avezado”.
    “¿Qué si ha besado? ¡Muy  mucho!
 que hasta a la parca, dicen,
los labios le ha probao,
y los curas lo maldicen…
   Cuentan también las historias
que dende aquel entrevero
la muerte lo premió al Viejo
con oro, plata y dinero”.
    “Acá sí nos entendemos:
no se ha de oponer
la muerte a que yo pueda
una partezilla coger”.
    “Vamos despacio señora:
 no por mucho madrugar
se amanece más temprano;
salgamos después de cenar”.
  
     Si la ida fue difícil
pues la vuelta ni les cuento,
ni Fierro ni Don Quijano,
padecieron tal tormento:
    entre puteada y achaque
la Vieja no daba tregua,
ni con giniebra callaba,
en las ancas de mi yegua.
    Pa´ hacerla corta resumo:
llegamos de tardecita,
el viejo mateaba solo
con yerba La Cumbresita.
    No esperó a que desmontemos,
le dio un amargo a la Vieja,
a ésta no le gustó,
y lo escupió sin más queja.
    Yo dije conciliador:
“la señora está cansada,
¿por qué no se toca algo?
Usté hace hablar la encordada”.  
     Jamás he visto a un hombre
manotiar así la viola,
con tan juerte siguridá
que pensé –pa’ mí la estrola-
    -ese es Viscacha carajo-,
con perdón de la puteada,  
me dije, y ahí el Viejo
largó con vos aflautada:
    “Aquí me pongo a cantar,
al compás de los coyuyos,
la mujer es como el matrero:
del contrapunto a los yuyos.”
    No quise ver a la Vieja;
no rumbiaba bien la cosa,
dije al Viejo ¿qué tal una
de los pagos de la moza?
    El viejo miró pal cielo
Buscando la inspiración,
pero ni el Vega ni Fierro
le asistieron la ocasión:
    “Murió la negra Tomaza
y todo el mundo decía:
¡pobre gallega Tomasa,
qué par de tetas tenía!”
    “¡`Ta cómo pica el bagre!”
mandé pa´ cortar al Viejo,
que sino aquél concierto
seguía duro y parejo.
    Dejó a un lao la encordada
medio a regañadientes,
y se fue a buscar al rancho
algo para hincar el diente.
    Yo le dije a la Vieja:
“En la cocina Vizcacha
es como pez en el agua
y un cocinero sin tacha.”
    Al rato se apareció
con una olla quemada,
traiba con mucho cuidao
cuatro o cinco empanadas.
    No más pegarle un mordisco
la geta calenturienta
nos quedó, porque el Viejo
se pasó con la pimienta.
    Y como hociqueando el aire
estábamos la Vieja y yo,
mientras Vizcacha tragaba
hasta lo que al suelo cayó.
    No tuve mejor idea
que pedirle  pa´ tomar,
porque eso era  peor
que el mismo alcohol de quemar.
    Echando humo en dos tazas
el sinvergüenza nos trajo
una sopa: más que de ajo,
le salió para el carajo.
    En eso veo que la vieja
se para y al viejo le clava
dos ojos como dos garras
y grita como india brava:
    “Se acabaron mis licencias,
desque vine desentona:
¡yo le voy a enseñar
cuántos pares son tres botas!”
    Sin decir una palabra
Vizcacha encaró pal´ rancho
silencioso y cabizbajo
como ternerito guacho.
    Aquí señores se acaba
mi esperiencia con el canto,
pues no hay lenguaje que esplique
la que se armó en el acto.
    Me quedé como una estaca,
duro, quieto y escuchando:
primero no pasó nada,
después se vino el fandango:
    un ruido ensordecedor
de platos, ollas y vasos
se escuchaba en el interior,
que se rompían en pedazos.
    Las paredes de adobe
temblaban y se quebraban,
los perros y hasta las pulgas,
por las ventanas rajaban:
    el viejo pegaba gritos
invocando a diosito,
la Virgen María y hasta
un tal San Expedito.
    “Mejor me las tomo ya”
me dije y me persignaba,
“por algo se dan las cosas:
quien mal anda mal acaba.”
   
    Así termina esta historia
que dejo a sus conciencias
decidir si es funesto
el final de la pendencia:
    lo que es yo no me enlisto
nunca más de celestino:
cada cual busque su yunta;
bien o mal, yo, argentino.


                                                                                              Martín Hernández

















           

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