Esperamos que este espacio de construcción colectiva de experiencias lectoras transformadoras sea de utilidad y disfrute para los lectores.

Labandeira, Pablo - YUUREI


Yuurei[1]

Pablo J. Labandeira



Hiro toma su café todas las mañanas mientras escucha el noticiero radial más popular de Tokio. A través de su persiana americana de acetato gris humo ve cómo las luces de la autopista y del perfil urbano de la ciudad se desvanecen mientras nacen las sombras de sus vientres de hormigón. Termina de arreglarse su prolija corbata, repasa el desayunador para despejarlo de migas y dobla la franela en un perfecto equilátero que luego deja en un ángulo de la reluciente fórmica de la mesada. Su taza se escurre boca abajo en el rack de acero inoxidable cuando Hiro recoge su mochila y sale del departamento hacia el pasillo donde lo espera su bicicleta cromada con llantas deportivas.

Hiro pedalea todas las mañanas hasta la estación del ferrocarril. Deja su bicicleta en la guardería, donde un anciano desdentado a quien Hiro saluda ceremoniosamente le guarda hasta que su regreso al atardecer. Luego saca un periódico de la máquina y repasa los movimientos bursátiles de la víspera sentado en el impecable asiento de costumbre. Luego vienen los pasajeros regulares y detrás de ellos el tren y la rutina de siempre: las llamadas, las transacciones, las inversiones, los informes, las compras y las ventas, las cotizaciones, los gritos de la bolsa, el almuerzo frugal en la cafetería, las notitas autoadhesivas acumulándose sobre su escritorio, los correos electrónicos, los faxes, los mensajes de texto abreviando las urgencias, los calmantes. Y luego todo muere lentamente en un ocaso que encuentra a Hiro volviendo en el tren a buscar su bicicleta y su descanso en su ordenado dormitorio feng-shui.

Hiro es cuidadoso, metódico, puntilloso hasta la exasperación, fanático del yoga, del Taikyoku Ken[2] y de toda técnica de relajación y armonización espiritual. Come mucho pescado y pollo, casi nada de cerdo y verduras cocidas al vapor o al wok. Medita una hora por día y nunca duerme siesta. Su ropa está ordenada según una estudiada escala cromática aunque el blanco y el negro a los extremos de la escala ocupan la mayoría del espacio. Su terraza tiene macetas pequeñas con plantas aromáticas que usa cuando cocina y otras con flores diminutas, y del marco de la puerta balcón cuelgan unos tubos que resuenan cuando el viento los mueve. No hay fotos en su departamento, y el único espejo está en el baño, sobre el lavatorio. Su laptop reposa en una mesa ratona y cuando está abierta la pantalla muestra una sucesión de paisajes que se funden suavemente unos tras otros a intervalos regularísimos. En una caja en un rincón del living guarda su colección de manga. Hiro ha sido un otaku[3]desde los dieciséis años. Fanático tanto del manga Shounen[4] como del manga Shoujo[5], y visitante frecuenta de la zona de Akihabara[6], prefiere las historias de terror y ciencia ficción. Pasa una hora de su día leyendo y releyendo las sagas más apasionantes.

Así transcurre su vida cada día. Cada semana. Cada año. No hay modificaciones a su pautada rutina. No hay rastros de pasado ni proyecciones a futuro en su diario accionar. Hiro es su presente. Su vida es el presente. Su vida está en presente.

Esta mañana Hiro se despierta sobresaltado. No entiende por qué. Algo en su prolijo estómago no está en su lugar. Se levanta, desayuna y efectúa su rutina como todas las mañanas. Por alguna razón, el equilátero no le sale y se ofusca. Sale con la bicicleta, llega a la estación de tren y en la guardería de bicicletas no está el anciano de siempre; en su lugar hay una joven, de pelo llovido, sin maquillaje, que le da el ticket mecánicamente y sin expresión o palabra alguna. La máquina del periódico está vacía, no ha quedado ni un solo ejemplar. Resignado, con su prolijo traje negro, corbata y mochila, se sienta en el banco de siempre a esperar. No hay nadie en la plataforma. Mira el reloj electrónico que pende del techo y ve que los números titilan un par de veces y quedan iluminados todos los ochos, en evidente colapso de información.

Hiro se molesta aún más. Odia las irregularidades. Y esta mañana es muy irregular. Ahora no tiene forma de saber si el tren llega a tiempo o no. Porque él no usa reloj. Su vida está controlada con los procedimientos rutinarios, la regularidad gobierna sus acciones, y entre sus regularidades está mirar el reloj de la estación cambiar de 8:26 a 8:27 antes de que venga el tren. A lo lejos escucha la máquina, el latigazo de las ruedas contra los rieles, el silbido del viento que se corta. Pero no disminuye la marcha, pasa a una velocidad sostenida, no desacelera. Hiro está parado a un metro exacto del convoy y está azorado. El tren no se detiene. El tren está vacío. Hiro se pregunta si está fuera de servicio. No recuerda haberlo visto pasar alguna vez: una sucesión de vagones sin pasajeros, de luces frías iluminando nada.

Cuando pasa el último vagón, algo rompe la simétrica continuidad. En la puerta de la cola del tren, cuya ventanilla deja ver la vía que queda atrás, hay un hombre de barba crecida, ropa sucia y gastada, mirando hacia fuera, con los ojos abiertos de miedo. Golpea la ventana desesperadamente con sus puños, como pidiendo auxilio, como queriendo abrir la puerta, y mueve los labios. Hiro cree que le habla a él. Pronto el tren se pierde de vista y la figura del hombre se convierte en parte de la ventana.

Hiro reacciona cuando el tren ya no se ve. Sale corriendo a buscar a alguien que comparta su experiencia. El guarda está saliendo de su oficina, ajeno a lo sucedido. Hiro lo mira como para hablarle, pero decide que ya es tarde, que el tren ya se ha perdido. El guarda mira hacia el reloj electrónico y Hiro lo imita. El reloj ahora marca las 8:26. El guarda dice algo en la radio que trae en la mano  mientras mira el reloj y vuelve a perderse. La chica de la guardería de bicicletas sigue leyendo la revista de novias que la tiene ocupada desde temprano. De a poco, Hiro comienza a ver a los pasajeros de siempre. A las 8:27, puntual, regular, tranquilizador, llega el tren, y Hiro se sube, seguro de que su rutina, ahora sí, va bien.

Otra mañana. Hiro no ha podido descansar bien. Reacomoda el feng-shui y toma un té de jengibre. Ha quedado preocupado desde que ha visto el tren vacío. Se pregunta quién sería ese hombre, cómo se habría quedado atrapado allí. Pensando, tiene la sensación de que las sombras están más crecidas que de costumbre. Llega a la estación sin aliento, cuando el reloj electrónico muestra las 8:29. Pero consigue el periódico. Apenas logra llegar a la oficina a tiempo. La vorágine de la bolsa lo devora, pero no logra sacarlo de su duda, de su incógnita. A la noche lee y lee sus manga de colección, y las horas fluyen estériles en su mente en blanco.

Algo se ha roto en su mecanismo perfecto,  infalible. Y ha descompuesto su tranquilidad. Ahora piensa en ese tren fantasma casi todo el tiempo. Quiere llegar a la estación a tiempo para verlo, quiere encontrar un testigo, quizá el guarda, quizá el anciano de la guardería de la bicicletas. O la joven inexpresiva. Alguien. Necesita a alguien. Va a la estación, trata de llegar antes para ver si logra cruzarse con el tren, con el yuurei. Pero sin suerte. No logra dar con él. Y cada mañana llega más temprano. Ahora tiene que esperar a que llegue el anciano y abra la guardería y ve llegar los periódicos a la máquina. Llega a la oficina cansado, atribulado, confundido, frustrado por su obsesión insatisfecha. Cabecea en su escritorio, confunde acciones y valores. Ahora le gritan y se sobresalta. No recuerda donde están los calmantes. Está roto. Como su vida.

Esta tarde sale de su oficina como nunca: la camisa desprolijamente fuera del pantalón, la corbata indecentemente floja. Arrastra los pies, lo arrastra la muchedumbre, que lo sube y lo baja del ascensor. Llega a la estación y toma el tren de regreso. Dos estaciones más tarde, un joven se levanta y Hiro se desploma sobre el asiento que ha dejado vacante. El sueño se apodera de él, lo secuestra. En su mente ve el tren fantasma atravesando los paisajes de su laptop, desparramando el feng-shui y arrojándolo al cajón de sus revistas. Hiro se sobresalta. ¿Se ha pasado? No, todavía no. Falta. Una hora en un sueño es apenas una estación de tren. Vuelve a su sueño. Ve a la chica inexpresiva vestida de novia riéndose del reloj electrónico con el guarda, y su risa es el sonido de los tubos de su balcón.

Se despierta y se vuelve a dormir, en breves intervalos. Ahora está en una habitación de espejos que reflejan pilas de ropa volando, formando un arco iris sobre el perfil de la ciudad que pare sombras equiláteras. Y él corre, buscando un periódico que se esfuma ante sus ojos, y cruza el mercado de valores; la jungla de gritos se convierte en el silbido del tren fantasma.

Vuelve a despertarse. Ve que se ha hecho de noche. Se inquieta y mira alrededor. Han quedado apenas unos pocos pasajeros. No sabe dónde está, no reconoce el paisaje. Se reclina sobre le ventanilla y se enfrenta a su propio reflejo. Queda mudo cuando del otro lado del vidrio aparece la cara del fantasma golpeando la ventanilla, mirándolo. Se echa hacia atrás de un salto, se cae del asiento y gatea hasta reincorporarse, jadeante, presa del pánico. Ahora no ve a nadie en el vagón. Espera despertarse. No despierta. Por la ventanilla ve los paisajes de su laptop en blanco y negro, difuminados. Aprieta los ojos y los vuelve a abrir, pero todo sigue igual, un ámbito onírico, opresivo. Se ve a sí mismo y no se reconoce. Ahora es el anciano de la guardería de bicicletas, con la sonrisa desdentada mofándose de su obsesión. Y él se ve tirado en el piso, sentado con la espalda contra las puertas laterales, tomándose la cabeza con ambas manos mientras en el exterior pasan los paisajes, los días con sus soles fugaces, las noches con sus lunas cambiantes, las estaciones mutando, las ciudades borroneadas de su sueño. Siente que le ha crecido la barba. ¿O lo ha soñado? ¿O es una simbiosis de su obsesión?

De repente, una luz lo despierta. Ve que está llegando a la estación, a su estación, al fin. Se levanta. El tren no aminora su marcha. Hiro corre hasta el final del vagón, pasa al siguiente, y al otro. Llega al final del tren y se detiene en la puerta del vagón de cola, mirando hacia afuera. La estación queda atrás, y por la ventanilla, mientras golpea desesperadamente con sus puños, se ve a sí mismo parado en el andén, a un metro exacto de la vía, prolijo, de traje y con su mochila, solo, perplejo, mirándose, mientras el reloj electrónico muestra los ochos luminosos de su colapso.



[1] Fantasma, en japonés (幽霊)
[2] Versión japonesa del Tai Chi Chuan
[3] En el mundo occidental, se conoce como otaku a la persona que es fanática del manga (historieta tradicional japonesa) y del animé (dibujo animado derivado del manga).
[4] Manga para niños, con temas de aventura.
[5] Manga para niñas, con historias mayormente románticas.
[6] Distrito del centro de Tokio, famoso por sus tiendas de artículos electrónicos que en años recientes se ha popularizado como centro de reunión de los fanáticos de los videojuegos, el manga y el animé.

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